lunes, 29 de agosto de 2011

Soledad

Sentada en la mesa del bar, encendió un cigarrillo y le dio un sorbo a la taza de café que se enfriaba cada vez más. Miró sus manos avejentadas; las marcas del paso del tiempo le quitaban el aire sofisticado de antaño. Su manera afrancesada de fumar llamaba la atención, su figura resaltaba entre la ordinaria decoración del lugar. A pesar de su edad, todavía le quedaba algo de la belleza de la que había sido dueña durante su juventud, pero estaba marcada por la experiencia. Sus ojos color avellana se ocultaban bajo las pestañas negras y abundantes; la mirada llena de tristeza. Se llevó el cigarro a la boca, sus labios color carmesí aprisionaron la colilla del cigarrillo, mientras el mentón dormía sobre su mano.
Apagó el tabaco en el cenicero y miró por la ventana. Hacía ya una hora que la esperaba, una hora desde que entró en el bar, llena de ilusiones, que a cada minuto se iban derrumbando. Hace años dejó de creer en el amor, muchas personas habían pasado por su vida, llevándose la esperanza con cada abandono, dejando su corazón un poco más lastimado cada vez.
Mientras encendía otro cigarro, pensó en ella. Pensó en las palabras de arrepentimiento que tendría que escuchar, la excusa probable del auto averiado, de la madre enferma, o simplemente de su propia imposibilidad de asistir a la cita. Y ella ahí, esperando, como siempre. Hace tiempo que dejó de importarle; se acostumbró a la soledad de vivir en una ciudad donde todos son extraños.
Miró la taza de café helado, y echó las cenizas dentro, mientras llamaba al mozo. Dejó el dinero sobre la mesa, apagó el cigarrillo y salió. El viento del día otoñal movía su pelo, y la hacía sentir joven. Caminó por las calles de París, se fue sin pensar; huyó, hacia donde nadie la pudiera herir jamás, a ser feliz.

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