lunes, 17 de octubre de 2011

Hipnósis

Caminó por la calle, en dirección hacia donde había escuchado el sonido. Atravesó la plaza, dio una mirada distraída a la pareja que se encontraba sentada en un banco, hasta que descubrió de donde provenía la música. A medida que se acercaba, su curiosidad crecía, junto con las preguntas que se agolpaban en su mente. ¿Quiénes era aquellas personas? Su aspecto desalineado le llamaba la atención, y el sonido que salía de sus tambores la hipnotizaba como en una extraña ceremonia tribal, convirtiéndola en la víctima de un horrendo pero atrayente sacrificio. Sus ropas eran incluso más extrañas, los colores atraían la vista, causaban un efecto placentero, pero también la mantenían en alerta.
De pronto vio que uno de ellos la estaba mirando. Sus ojos eran extraños, irresistibles, aterradores. Quiso alejarse, pero no pudo; el poderoso hechizo que la música ejercía sobre ella, no la dejaba pensar. Sabía que en minutos se convertiría en una de ellos, y no le molestaba. Es más, ser prisionera de tan bella libertad, le atraía más que nada en el mundo. Siguió mirando esos ojos tan misteriosos, tan azules, tan profundos; se dejó llevar en el imparable vórtice que le representaban. La música que antes la atrajo, la aprisionó, le puso fuertes cadenas en las manos, ahora la estaba liberando. Se sintió liviana como una pluma, tan liviana como el aire, pero pesada como si toda la fuerza de la gravedad existente se ejerciera sobre ella. Las lágrimas bajaban por su rostro, algunas de felicidad, otras de tristeza; quién iba a decir que la libertad se sentía tan rara.
La luz del sol en su rostro le daba un aspecto casi angelical; ¿o era su belleza? Tenía los ojos cerrados y bailaba al ritmo de la música; rodeada por tambores y músicos, en medio de una extraña ceremonia tribal, víctima de un horrendo pero atrayente sacrificio. Sólo habían pasado veinte minutos desde que escuchó el cántico por primera vez, pero le parecieron horas. El estado de hipnosis en el que se encontraba no le permitía pensar con claridad, su mente se encontraba en blanco. La gente que pasaba por la calle miraba sin comprender, acaso la considerarían cautiva de una locura; locura en la que ella era libre.
Sus parpados permanecían cerrados, pero los ojos de su alma estaban más abiertos que nunca. Se veía a sí misma, danzando, saltando, sus pies descalzos en la arena de una playa desconocida. Movía su cabeza hacia arriba, rotándola como en un círculo infinito. De su boca salían notas, de su interior, como el aire que exhalaba. Sus pies se movían con la gracia de los dioses, al tiempo que, con las manos, dibujaba arabescos en el aire. La metamorfosis estaba llegando a su punto final; el último halo de vida humana se despedía de su cuerpo y pasaba a convertirse en un ser celestial, dotado del talento con el que los ángeles realizan las melodías celestiales.
Levantó los brazos hacia el cielo; en puntas de pie intentó alcanzar las estrellas, soñó que volaba, que no había cielo, el cielo estaba en ella, ella era el cielo, la hermosura infinita y la eterna libertad. Voló, imaginó, sintió la brisa en su rostro y la luz del sol iluminándola. Se encontró a si misma reproduciendo ritmos monótonos, atrayentes, hipnotizantes. Se vio atravesar la plaza, dar una mirada distraída a la pareja sentada en un banco, divisar el origen de la música. Vio crecer su curiosidad, se vio entrar en un eterno pero atrayente sacrificio del cual ella era la víctima. Se vio siendo liberada por un hermoso y poderoso hechizo; liberada por la música.