jueves, 31 de octubre de 2013

Plenilunio

"Palabra extraña", pensó. Nunca se detuvo a pensar en eso antes, siempre fue una palabra más. "La forma elegante de decir 'luna llena'", se repitió. Luna llena, plenilunio, luna llena. Plenitud, grandeza, blancura de la luna. Astro que no lo es, cuerpo celeste radiante de luz, belleza, misterio. Plenitud plena como la de sus alas, hechas de luz y de sombra, expectantes siempre por el indicio del plenilunio; la noche de liberación. Porque sólo la noche de luna llena les era permitido salir, ser libres en brazos del viento para llenar el cielo de la noche con su hermosura.
Esa noche en particular era muy especial. La luna estaba en su punto más cercano a la Tierra, amarilla y grande como un sol. Era un sol frío, pero brindaba calor y magia a las alas. En las noches como esa podían volar más alto, conquistar el firmamento con total libertad. Tales crepúsculos la habían acobijado cientos de veces, mientras escrutaba la oscuridad en búsqueda de la presa, víctima de su beso de la muerte.
Por semanas, esperaba ansiosa la noche de luna llena. Con suerte, había vivido dos plenilunios en perigeo en toda su vida, y aún así era privilegiada entre los miembros de su especie. Sus sueños nocturnos eran poblados con visiones de libertad, alas y mágicas criaturas los habitaban, se comunicaban con ella en el lenguaje secreto de los ángeles. Ángeles oscuros, porque eran víctimas de una terrible maldición, más que bendición y, a la vez, dueñas de un tesoro alado que las hacía inmoralmente únicas. Inmoralidad vespertina, porque de día colgaban sus alas en la puerta del placard y salían a hacer las compras, se disfrazaban de personas y actuaban, fingían la moralidad de la eterna soltera casta, ama de casa, maestra de escuela, incluso doctora; practicaban la hipocresía de manera profesional.
Esa mañana, Luisa salió de su casa camino al trabajo, rutina habitual que se veía obligada a cumplir como parte del rito hipócrita de ser un ciudadano "útil" en la sociedad. Había caminado unos escasos metros de la puerta, cuando tuvo una epifanía, una revelación filosófica que la sacudió hasta los huesos, penetró en lo más profundo de su ser. "¿Por qué?". Esa mañana, por primera vez en su vida, se preguntó por qué. ¿Por qué seguir el mandato social que la convertía en un robot? ¿Por qué vivir una vida plagada de hipocresías sólo para satisfacer el deseo colectivo de volverla "normal"? No había caso en alimentar las apariencias, nadie creía su pequeño acto. Era consciente de las conversaciones susurrantes que desataba a su paso, entonces ¿para qué seguir intentándolo? No era normal, nunca lo había sido y nunca lo sería.
Volvió sobre sus pasos y entró nuevamente en la casa; ya no había nada para hacer. Esa misma tarde renunció a su trabajo sin dar explicaciones y regresó a la reclusión de su hogar. Durante las primeras semanas, todo el pueblo comentaba lo extraño de su accionar; lo atribuían a una depresión por falta de amor, o a una inminente mudanza fuera del pueblo. No había razones, pero Luisa se sentía feliz al fin; no más apariencias.
El plenilunio sería la noche siguiente, y no podía esperar para saciar su hambre. Se pasó el día preparando sus hermosas alas, las perfumó y las limpió. Cuando la luna apareció en el cielo nocturno, su grandeza le inundó el alma, la visión del enorme cuerpo amarillento la llenó de fuerza y ganas de volar. Abrió el placard, descolgó sus alas y se las puso. Bajo el oscuro firmamento, se vio su figura elevándose majestuosamente, mientras se alejaba escrutando el paisaje en busca de su próxima presa.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Elizabeth

Miró hacia el cielo, como lo había mirado por tantos años. Ese cielo tan celeste, manchado con nubes de color anaranjado, teñido por los últimos rayos del astro solar, que se despedía como lo hacía todos los días, con la promesa cumplida de antemano de que volvería. Miraba el cortejo celestial de dos gaviotas que la sobrevolaban, en círculos, como guiadas por el viento. Sentada en la arena seca, todavía tibia después del día de sol, esperaba la hora. En sus manos, el libro, o en su libro, las manos. Arrugadas, llenas de sabiduría, de golpes y de caricias que los años les habían dado. Manos ásperas, pero suaves, de esas manos de anciana que tienen mil historias para contar, que dieron caricias y brindaron ayuda, manos amables. Tocó la arena por milésima vez, como un ritual de cada atardecer. La tibieza del toque le recordó otros toques, toques de arena, de agua, de piel.
Miró hacia la casa, arriba, desde donde él la miraba. Ella le devolvió la mirada, y él se acerco. No se dijeron nada, pero ambos sabían que la hora ya se acercaba. Después de una vida juntos, las miradas les bastaban, eran su idioma, el lenguaje del amor que compartían. Se tomaron las manos, y miraron juntos la despedida del sol. Había sido un día hermoso, pensaron, para ellos todos los días lo eran.
Cuando se conocieron, hacía cincuenta años, él tenía treinta y tres, y ella veintitantos. Él era un poeta, ella una soñadora. En realidad, ambos eran lo que el otro era. Se conocieron en una biblioteca, pequeño paraíso que los dos compartían. Su amor comenzó intensamente, para luego profundizarse; eran el uno para el otro. Compartieron sueños y anhelos, su vida fue una aventura que decidieron vivir juntos. Rodeados de las cosas que amaban, los libros, el arte, la música, veían lo bello del mundo en las insignificancias que otros ignoraban. El canto de las aves, el aroma de las flores, eran su combustible. Para ellos, cuando estaban juntos, el mundo era hermoso.
Ese día, después de tantos años, se encontraban en el lugar que habían imaginado juntos. El sonido del mar era ahora su pan de cada día, no podían imaginar otra cosa mejor. Cuando él le tomó la mano, ella lo miró a los ojos, los mismos ojos que había mirado y amado durante cincuenta años. Esos ojos eran su perdición, su talón de Aquiles, ese color avellana inundaba sus pupilas como un río desbordante, los amaba. Amaba todo de él, sus manos sabias y pacíficas, su sonrisa desmesurada, que inundaba su rostro de afabilidad, y la hacía sonreír también. Habían sido compañeros incondicionales toda su vida, y ambos sabían que la hora había llegado.
Lo miró, con aire de tristeza, pero con tranquilidad. El mar de sus ojos siempre le daba la paz. Apretó su mano con fuerza, para evitar soltarla, y miró por última vez el atardecer. Los rayos de luz atravesaban las nubes e iluminaban sus ojos, que reflejaban colores anaranjados y se manchaban de sol. Dejó el libro a un costado, y se abrazó al amor de su vida. Mientras se asomaba la noche, el calor solar se iba, y también el calor de la vida en ella se atenuaba. Era la hora. Miró por última vez a su amado, y con el último haz de luz, dejó caer su mano sobre su regazo y yació.

viernes, 4 de enero de 2013

Sunshine

Camina sola
bajo la luz del sol
quemándose los pies descalzos.
Zapatos rotos de  caminar,
siempre sola,
sonriéndo con su locura.
Y el sol iluminando
sus rojos cabellos
que brillan como el fuego
del mismo sol que la alumbra.
Quemándose los pies descalzos,
bajo la luz del sol,
camina sola.