lunes, 29 de agosto de 2011

El manicomio

La oscuridad presente en el lugar podía intimidar a cualquiera, mucho más a un niño. Pero él no sintió temor al ingresar en el manicomio. El suelo frío, las paredes blancas, y el griterío de los desvariados pacientes internados allí, generaban una atmósfera espeluznante. Los enfermeros lo condujeron por los pasillos hasta su cuarto, el del fondo. Entró a la habitación y se sentó en la cama. Ya era de noche, y la oscuridad de afuera le permitía ver su rostro reflejado en la ventana. Por unos momentos, se detuvo a pensar en sus padres. Después del entierro de su hermano, todo había cambiado, incluso las miradas de odio hacia el se habían hecho más notables. Su personalidad siempre había sido un misterio indescifrable, la preferencia de sus padres por su gemelo se había vuelvo evidente con el paso de los años. Tampoco podía culpárselos demasiado, él siempre fue un niño muy extraño, ensimismado y aislado del mundo por voluntad propia.
La vieja campana de bronce anunció el único momento del día que reunía a todos los pacientes: la hora de comer. Habían hombres y mujeres, jóvenes, adultos y ancianos; pero ni un niño, sólo él. Los rostros reflejaban el dolor, la desesperación de decenas de personas en un tormento mental continuo, luchando por escapar de las garras de la locura, aunque sabiendo que les era imposible regresar a ese mundo de cordura que tanto anhelaban habitar.
Con el tiempo, se fue acostumbrando a la rutina y, aunque no le agradaba estar allí, encontraba placentero el observar los movimientos de cada persona. Como un libro abierto, los gestos, la manera de hablar, el movimiento de sus ojos, le decían el grado de cordura de los pacientes. Había un anciano, que le llamaba la atención; decidió acercarse y hablarle, a lo mejor no estaba tan loco como todos allí. Se sentó a su lado y lo miró, esperando alguna respuesta de su parte. El anciano sólo se volteó a mirarlo y dio vuelta la vista. Cuando se atrevió a hablarle, le pregunto el nombre y le dijo el suyo. El viejo le respondió, y cuestionó la razón por la que estaba allí. Charlaron durante un buen rato, contándose sus pensamientos acerca de la vida.
Desde esa charla, el niño supo que su plan podría concretarse. El viejo era la persona más cuerda del manicomio (que ironía), decía que había terminado allí porque su elaborado intelecto lo enloqueció. Luego de la cena, fue a su habitación y se acostó. Analizó los acontecimientos de ese día, hasta dormirse.
El silencio reinante en la habitación del viejo se volvía insoportable, hasta que el niño habló. - Debo matarte – le dijo. El viejo fijó su mirada en el suelo y no dijo ni una palabra. - Es necesario, fue parte del plan desde el principio, sólo que nunca te lo dije. No puedo correr el riesgo de fracasar si tienes un momento de debilidad. Después de esas palabras, el silencio se hizo mas intenso; el anciano al fin levantó la cabeza para mirar al niño. No alcanzó a contestar, cuando vio al pequeño abalanzándose sobre el, clavando en su cuello un cuchillo de plástico que había sido afilado con infinita paciencia.
La voz de emergencia despertó a los pocos pacientes que quedaban en el edificio. Siete de las 20 personas que allí habitaban yacían en las habitaciones, muertas. Asesinadas de una manera brutal y sanguinaria. Alrededor de cada cuerpo había un charco de sangre, del cual salían pequeñas pisadas rojas. Cada una de ellas comunicaba los cuerpos entre si. Era una mañana oscura; afuera, el niño se alejaba lentamente bajo la lluvia con una sonrisa macabra dibujada en su rostro.
Luego de una noche agitada, el niño despertó. La oscuridad presente en el lugar no lo intimidaba, a pesar de estar allí encerrado; solo, en su habitación, en un manicomio.

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