jueves, 24 de abril de 2014

Cincuenta y tres

- Todavía me quedan cinco minutos. - pensó, mientras corría apresurada tropezando con los obstáculos de ropa sucia tirada en el suelo de la habitación. Se miró en el espejo para revisar su apariencia, como hacía siempre que iba a verse con él. El resto de los días no le importaba demasiado el aspecto de sus ropas, simplemente era una rutina el vestirse y maquillarse. Pero cuando él la esperaba, la rutina de todos los días se convertía en ritual. Se maquillaba y vestía con la solemnidad y esmero con que lo hace una actriz de cine, y salía a deslumbrar mujeres y hombres a su paso.
Su belleza era extraña, antigua, casi refinada. Tenía cejas finas y oscuras, ojos color pardo que se ocultaban detrás del incluso excesivo maquillaje, y sus labios pintados de color rojo resaltaban sobre la blanca piel. Su cintura redondeada recordaba la figura curvilínea de las mujeres de mitad de siglo y, a pesar de su escasa estatura, los tacos cumplían bien su función.
- Tres minutos. Tres minutos para peinar las marañas que tengo por cabellos - se dijo. Planchaba su pelo con rapidez mientras observaba su reflejo en el espejo del baño y, al finalmente admitir que no llegaría a peinarlo a tiempo, se colocó un pañuelo que le cubrió toda la cabeza dejando lugar sólo para su pequeño flequillo. Corrió a buscar su bolso a la habitación y, después de revisarse de reojo en el reflejo de la ventana, salió.
Afuera la esperaba él, puntual como siempre. La saludó con un suave beso en los labios, mientras colocaba las manos en su cintura. Le abrió la puerta del auto, mientras le daba una pequeña palmada en las nalgas, y tras cerrar la puerta, se subió al auto. Encendió un cigarrillo, y puso en marcha el vehículo, de camino al parque.
- ¿A dónde vamos hoy? - preguntó ella.
- Al parque - contestó él, fríamente.
La conversación no se extendió más allá de eso por un lapso de cinco minutos. Después, ella volvió a iniciar el interrogatorio:
- ¿Y qué vamos a hacer al parque? No debe haber nadie ahí. Además hace frío y ya casi es de noche.
- ¿Y qué importa? Vamos a pasear, necesito hablar con vos y no quería hacerlo en tu casa."
- ...
- Además, si tenías frío te hubieras abrigado.
- Bueno, no te enojes, sólo quería saber.
Los tres minutos restantes del viaje, ninguno de los dos formuló palabra. Cuando llegaron al parque, estacionaron en un lugar algo oculto entre unos árboles; el lugar estaba desierto. La luna ya asomaba hacía rato y el frío empezaba a sentirse cada vez más fuerte. Bajaron del auto y se sentaron en un tronco caído, a unos metros de dónde estaba estacionado el coche. Él la miraba de manera extraña, lasciva, como perturbado por algo que ella desconocía.
Ambos permanecieron en silencio por demasiado tiempo, era un silencio devastador, un silencio que a ella la aterraba. Sabía que algo muy malo estaba por suceder, pero no tenía las fuerzas ni la voluntad para salir corriendo de allí antes de que fuera tarde.
De repente, él se levantó y se dirigió hacía su auto. Ella no lo miraba, sólo estaba sentada en silencio, mirándose los dedos, pensando qué hacer, pero sin hacer nada. Después de un momento, se le acercó con un revólver en la mano, mientras ella lo miraba anonadada. Se quedó tiesa, esperando lo que sólo podía ser una cosa: su inminente muerte; y aguardó el instante en el que él apoyó el arma sobre su cabeza y tiró del gatillo.
La sangre, ya seca, cubría su pañuelo, lo empapaba, y el agujero que le atravesaba el cerebro ya se estaba llenando de gusanos cuando descubrieron su cadáver, cinco días después. Todas las miradas fueron puestas en él desde ese momento, aunque sin acusarlo directamente. Todo el pueblo se preguntaba qué podía haber pasado y, aunque nadie decía nada, todos lo miraban. Tres días después, tras aguantar con desesperación la pena por asesinar a su amada, se cansó. Tomó el mismo revólver que había usado para matarla, poética manera de morir, y se propinó un disparo en la sien.

4 comentarios: