miércoles, 15 de mayo de 2013

Elizabeth

Miró hacia el cielo, como lo había mirado por tantos años. Ese cielo tan celeste, manchado con nubes de color anaranjado, teñido por los últimos rayos del astro solar, que se despedía como lo hacía todos los días, con la promesa cumplida de antemano de que volvería. Miraba el cortejo celestial de dos gaviotas que la sobrevolaban, en círculos, como guiadas por el viento. Sentada en la arena seca, todavía tibia después del día de sol, esperaba la hora. En sus manos, el libro, o en su libro, las manos. Arrugadas, llenas de sabiduría, de golpes y de caricias que los años les habían dado. Manos ásperas, pero suaves, de esas manos de anciana que tienen mil historias para contar, que dieron caricias y brindaron ayuda, manos amables. Tocó la arena por milésima vez, como un ritual de cada atardecer. La tibieza del toque le recordó otros toques, toques de arena, de agua, de piel.
Miró hacia la casa, arriba, desde donde él la miraba. Ella le devolvió la mirada, y él se acerco. No se dijeron nada, pero ambos sabían que la hora ya se acercaba. Después de una vida juntos, las miradas les bastaban, eran su idioma, el lenguaje del amor que compartían. Se tomaron las manos, y miraron juntos la despedida del sol. Había sido un día hermoso, pensaron, para ellos todos los días lo eran.
Cuando se conocieron, hacía cincuenta años, él tenía treinta y tres, y ella veintitantos. Él era un poeta, ella una soñadora. En realidad, ambos eran lo que el otro era. Se conocieron en una biblioteca, pequeño paraíso que los dos compartían. Su amor comenzó intensamente, para luego profundizarse; eran el uno para el otro. Compartieron sueños y anhelos, su vida fue una aventura que decidieron vivir juntos. Rodeados de las cosas que amaban, los libros, el arte, la música, veían lo bello del mundo en las insignificancias que otros ignoraban. El canto de las aves, el aroma de las flores, eran su combustible. Para ellos, cuando estaban juntos, el mundo era hermoso.
Ese día, después de tantos años, se encontraban en el lugar que habían imaginado juntos. El sonido del mar era ahora su pan de cada día, no podían imaginar otra cosa mejor. Cuando él le tomó la mano, ella lo miró a los ojos, los mismos ojos que había mirado y amado durante cincuenta años. Esos ojos eran su perdición, su talón de Aquiles, ese color avellana inundaba sus pupilas como un río desbordante, los amaba. Amaba todo de él, sus manos sabias y pacíficas, su sonrisa desmesurada, que inundaba su rostro de afabilidad, y la hacía sonreír también. Habían sido compañeros incondicionales toda su vida, y ambos sabían que la hora había llegado.
Lo miró, con aire de tristeza, pero con tranquilidad. El mar de sus ojos siempre le daba la paz. Apretó su mano con fuerza, para evitar soltarla, y miró por última vez el atardecer. Los rayos de luz atravesaban las nubes e iluminaban sus ojos, que reflejaban colores anaranjados y se manchaban de sol. Dejó el libro a un costado, y se abrazó al amor de su vida. Mientras se asomaba la noche, el calor solar se iba, y también el calor de la vida en ella se atenuaba. Era la hora. Miró por última vez a su amado, y con el último haz de luz, dejó caer su mano sobre su regazo y yació.

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